Unos trabajadores salen en masa de la estación de tren y se dirigen a la fábrica como rebaño para trabajar. El trabajo en la línea de producción tiene lugar en la industria automotriz Ford y está dirigido por El Mayoral, quien supervisa con la ayuda de grandes pantallas, a los trabajadores. Éstos no tienen reloj de pulsera ni de bolsillo, pero tienen un reloj gigante de pared que sólo se detiene para el almuerzo y la finalización de la jornada laboral. Como títeres se mueven al compás del segundero del reloj, fabricando guardabarros, pintando las llantas y la carrocería y colocando los motores y la gasolina. Se detiene el reloj. Extrañados de sí mismos vuelven a sus casas contentos porque es donde se sienten libres comiendo, bebiendo y durmiendo. Pero esta libertad es engañosa, porque al comer el último bocado no saben por qué aún se sienten vacíos. Al beber la última gota de agua no saben por qué les queda un sabor amargo en sus lenguas. Tampoco saben por qué, a la hora de dormir, en sus cabezas suena un “tic tac” que los mantienen en alerta. Al día siguiente, sin pensar, van a la fábrica donde se convierten en máquinas para seguir el ritmo de la producción sin la más mínima distracción para no ralentizar la línea. La producción se acelera y desacelera de acuerdo a la necesidad de la empresa y sin detenerse en las necesidades de los trabajadores. El producto final es sentirse despojados de lo que construyeron con sus propias manos y extrañados con su cuerpo. Y por las noches oír ese “tic tac” incesante que no es más que el eco de sus almas.
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